El ajeno
Comenzó
Italo a trabajar para la madre hacia 1960. Varón responsable para quien las
órdenes de ésa mujer eran sacras. Sigue activo como hombre de confianza del
hijo. Es un buen inmigrante que sabe
hacer de todo, menos expresar sus sentimientos.
Oyó
sonar su celular cuando llegaba, bien temprano. Era aquel hijo que lo llamaba:
“Urgente, venga por favor”. A los pocos instantes golpeaba la puerta del
departamento. Le abrió enseguida y dijo: “Ahí hay un hombre extraño. No sé
quién es. Su aspecto me aterroriza”.
“Vamos
a ver”, dijo Italo calmo. El heredero de aquella dama iba delante. Encendió las
luces del cuarto de baño. Entonces dijo: “Ve. Ahí está. Pelo desordenado, piel
de momia, orejudo como Santiago Copello, con ojeras, arrugas y una mirada
perdida. Vaya a saber qué se propone, Por favor, ayúdeme”.
El
hombre de la península, parco de palabras, hábil de reflejos (pese a su edad,
la misma que el hijo aquel), miró al espejo y luego al personaje tan conocido. Oía:
“No sé qué está esperando ese tipo allí. Su presencia me inquieta. No se que intentará”.
Rápido y decidido, Italo quitó la luz. Dijo: “Venga, venga. Lo maté. Ya
no existe. Ahora sólo quedamos usted y yo. Usted con el rostro juvenil de
siempre, los ojos brillantes, los labios alegres dispuestos a la broma. Y yo listo
para trabajar ahora. Hasta luego”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario