Guía para perdidos
Julieta no podía soportar a su papá. La
corregía sin cesar. Para él, en cada cosa faltaba cinco para el peso. Tenía
tanto fastidio que apenas pudo se fue a vivir sola impulsada por el demonio de
la tristeza. Se calmó y desde lejos mantenía una relación respetuosa. Ellos
pensaban aún que Julieta era un plato de vitrina que no se usó ni para poner
una fruta.
Una vez al año debía ir a su casa natal para
el cumpleaños de su mamá. Se sentía tan acongojada. Su hermano y su cuñado
también iban con el sobrino de cuatro años, a quien habían regalado un
cachorro.
Con el chico y el perro, Julieta fue al
césped del fondo. Sacó la correa y el cuzco salió disparado como una criatura
en desvelo. Creía el animalito que había llegado al cielo. La mamá pronunció
las palabras rituales: “Vengan a comer y traigan al perro”. La mascota seguía
asaltando plantas, mientras ellos trataban de sujetarla.
Salió el padre al patio, pidió la tira de
cuero, se sentó en un banco y dijo: “No se muevan”. El perrito pensó que había
terminado el juego. Se acercó al hombre y se arrodilló en signo de acatamiento,
y este le puso la pretina. “Se hace así” aseguró. Julieta se enojó: “Otra vez
no sirvo”.
Después de la comida y antes de la torta,
decidió salir de nuevo. Esta vez llevó al sobrino y al perro a la calle. El
chiquito sacó la correa y el cachorro inició una carrera alocada entre coches
estacionados. Querían detenerlo y él jugaba como un loquito.
Entonces Julieta tomó al nene y se sentaron
en el cordón de la vereda. Dijo: “No te muevas”. El perrito volvió. Le pusieron
la cuerda, se levantaron y caminaron hacia el frente de la casa.
En el ventanal de adelante estaba el padre
con una gran sonrisa y levantando el pulgar y el brazo, hablaba: “Muy bien”.
Julieta deshojó en su pecho todo el árbol de la risa posible. Y se amistó con
él.
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