El hombre
atado a la desgracia
Vivir sobre una avenida tiene ventajas y desventajas. Entre éstas están
los timbrazos a cualquier hora, en especial cuando cae la noche.
Oí el timbre, cuando ya había atardecido. Los chicos de la Escuelita de
Religión, descansados y contentos mal del grado de sus madres, que hubieran
preferidos criaturas reventadas por el cansancio, ya se habían ido. Ganas de
abrir la puerta no tenía. Conozco la tela.
Con aliento desfallecido, me dice el cristiano (para usar el modo antiguo):
“Mire, padre, ya no doy más. Nadie me cree. Ninguno me quiere ayudar. Y aquí
está la receta ineludible para mi pobre mujer. Acaban de amputarle la pierna
derecha en el hospital Santoianni.” Se trataba, hace unos años de 37.80, o sea,
según la inflación real y no la inventada por el INDEC de hoy, unos 380 pesos.
Para cualquiera era una suma considerable. Sin embargo, había que tener caridad
con esa mujer que debería cojear para el resto de la vida. Y se fue la limosna.
Al año siguiente, oigo otro golpecito en el timbre a eso de la hora
habitual. Abro la puerta y – oh sorpresa – me encuentro frente al hombre de la
mujer coja. Me dice con tono marchito: “Mire, padre, ya no doy más. Nadie me
cree. Ninguno me quiere ayudar. Ni en San Cayetano… Y aquí está la triste
receta de mi pobre hija. Acaban de amputarle la pierna en el hospital
Santoianni”. Pregunto entonces con cara de idiota: “¿Qué pierna?” “La
izquierda”, responde el mendicante.
“Pero, hombre, usted va de mal en peor: año pasado fue la pierna derecha
de su mujer y ahora la pierna izquierda de su hija. ¡Qué desgracia!” Cubierto
el rostro de vergüenza ante mi memoria facial, se retiró en un mar de disculpas
el parásito aquel. Y olvidé que me había hecho caer en su trampa un año antes.
Ahora es sólo un deber para el taller literario.
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