martes, 27 de agosto de 2013

Cuento obligado en Venecia

Cuento obligado en Venecia



   ¿Cómo llegué a la inimaginable Venecia? ¿Quién me lo propuso? ¿O fui yo mismo que arrastré a los otros llevado por mi fuego? ¡Qué importa ahora! Estaba entre canales de agua y no me cansaba de caminar por vericuetos impensados. Conocí iglesias, me dejaron entrar a los palacios, oí música de Vivaldi. Era un personaje más en alguna película de Fellini. Vivía en la Piazza di Roma. Mejor allá porque me dejaba llegar en cuanto quisiera a la Piazza di San Marco y sentarme como un turista displicente para tomar un café americano. Había que decir así: americano, de lo contrario traían un stretto, que me hubiese llevado a bailar la tarantela con la primera dama bien dispuesta.

    Princesas las había y hermosas. ¿Cómo no estaban durmiendo esas muchachas en flor? ¿Qué las atrajo a la gran plaza secular? Salía el vaporetto para la isla de Murano. Ahí están los sopladores de vidrio que crean locos objetos que imitan la fantasía de Borges y los colores de Xul.

   También yo soy turista. Busco un músico de pies grandes. Hay chicos jóvenes, que siguen a las princesitas a todas partes. Miro los pies. Encuentro uno que calza unos zapatones, cuyo número se encuentra sólo en Vigevano, Carga una mandolina. Está enamorado a simple vista de una de las flores juveniles. Los otros captan la situación: también están al borde de la locura.
   Le dicen al pielargo: ¡Ma dai, dai! El otro, está junto a mí, para defenderse de la horda. Buenísimo: está junto a un prete para hablar al sueño alado. Ella está junto a mí. Habla, por fin, y dice en dialecto: ¡Son pauroso, mi!  Y llevando su instrumento al hombro se dirige a la fila de los buscadores de fantasmas de vidrio.
   Rápido como el sol que nace, escribo en un papel de los cuales nunca me falta alguno: ¡Pure mi son pauroso! El inútil alfiler de gancho que mamá me había puesto en la chaqueta (por las dudas, hijo) halla su uso. Nadie sabe bien cómo: el muchacho aparece con un cartel en la espalda. Cuando se da vuelta, porque parte el vapor que nos lleva, la rosa reventona que me sigue comienza a reírse con un gorjeo que se expande hacia el cielo, y tres cabecitas rubias me hablan y dicen: “Usted también, reverendo. ¡Parecía tan místico!”

No hay comentarios:

Publicar un comentario