¿Cómo llegué a la inimaginable Venecia?
¿Quién me lo propuso? ¿O fui yo mismo que arrastré a los otros llevado por mi
fuego? ¡Qué importa ahora! Estaba entre canales de agua y no me cansaba de
caminar por vericuetos impensados. Conocí iglesias, me dejaron entrar a los
palacios, oí música de Vivaldi. Era un personaje más en alguna película de
Fellini. Vivía en la Piazza di Roma. Mejor allá porque me dejaba llegar en
cuanto quisiera a la Piazza di San Marco y sentarme como un turista displicente
para tomar un café americano. Había que decir así: americano, de lo contrario traían un stretto, que me hubiese llevado a bailar la tarantela con la
primera dama bien dispuesta.
Princesas las había y hermosas. ¿Cómo no
estaban durmiendo esas muchachas en flor? ¿Qué las atrajo a la gran plaza
secular? Salía el vaporetto para la
isla de Murano. Ahí están los sopladores de vidrio que crean locos objetos que
imitan la fantasía de Borges y los colores de Xul.
También yo soy turista. Busco un músico de
pies grandes. Hay chicos jóvenes, que siguen a las princesitas a todas partes.
Miro los pies. Encuentro uno que calza unos zapatones, cuyo número se encuentra
sólo en Vigevano, Carga una mandolina. Está enamorado a simple vista de una de
las flores juveniles. Los otros captan la situación: también están al borde de
la locura.
Le dicen al pielargo: ¡Ma dai, dai! El otro, está junto a mí, para defenderse de la horda.
Buenísimo: está junto a un prete para
hablar al sueño alado. Ella está junto a mí. Habla, por fin, y dice en
dialecto: ¡Son pauroso, mi! Y llevando su instrumento al hombro se dirige
a la fila de los buscadores de fantasmas de vidrio.
Rápido como el sol que nace, escribo en un
papel de los cuales nunca me falta alguno: ¡Pure
mi son pauroso! El inútil alfiler de gancho que mamá me había puesto en la
chaqueta (por las dudas, hijo) halla su uso. Nadie sabe bien cómo: el muchacho
aparece con un cartel en la espalda. Cuando se da vuelta, porque parte el vapor
que nos lleva, la rosa reventona que me sigue comienza a reírse con un gorjeo
que se expande hacia el cielo, y tres cabecitas rubias me hablan y dicen:
“Usted también, reverendo. ¡Parecía tan místico!”
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