Historia congelada
El anciano temblaba de frío cuando salió de
la casa y entró al auto. Viajaron media hora hasta una avenida flanqueada por
árboles llenos de ramas secas. Comenzaron a caminar, el viejo con la ayuda de
un bastón. La mujer, a causa del viento helado, se puso un pañuelo pardo que le
tapaba un poco el cabello desteñido.
Las frutales mujeres que iban al caserío de
los ricos, ya lo conocían de otras veces, pues las saludaba amigable. Por eso,
no se reían de su estrafalario gorro negro y de su aspecto de monstruo salido
de alguna película de vampiros. Por si fuera poco se había puesto la capucha
del saco sobre el gorro…
Vieron desde lejos que llegaban unos chicos
y comenzaban una especie de precalentamiento, según le dicen. Se movían hacia
abajo, luego corrían en redondo.
¿Quiénes eran esos muchachos que se ejercitaban de modo veloz y en simple
camiseta, tan temprano, en la mañana más frío del año?
La mujer insistía: “Otra vuelta”.
Conversaban sobre una tal Ana que había escrito un libro atrapante. Justo había
acabado ella una novela de Moravia la noche antes. Se iban acercando a los
mozos. No eran tan chicos. Serían veinteañeros.
El anciano se acercó y sin pedir permiso los
envolvió con su voz entibiada por la marcha: “¿Siete felici con quello che
fate, ovvero è un semplice obbligo?” La mujer no alcanzó a decirle que estaba
loco. Emergió una voz itálica: “Siamo
molto felici. Siam’ venuti di Campobasso. Lei da dove è?”
“Sono de Sibari, Cosenza”. “Va bene, un sibarita.
Chi ce lo direbbe?” Luego siguieron hablando con la mujer. Eran jugadores de
fútbol haciendo gimnasia fuera del
sindicato, en un pobre prado.
El
viejo ya no los escuchaba. Pensaba tan sorprendido como ellos: “¿Qué
ángel me insinuó que les hablase en italiano?” Prosiguió la tercera vuelta.
Ella hablaba ahora de percepción, intuición y vaya a saber que otra magia usada
por el hombre, en tan inusitada escena. Gozaba pensando contar la escena a sus
hijos.
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