jueves, 29 de agosto de 2013

Subida al Cerro Catedral



Subida al Cerro Catedral
            Los jesuitas pensaron que un campamento bravo, podría ser un filtro para seminaristas flojos. No olvides que ellos son duros, cuando les conviene. Pusieron de jefe a uno con  experiencia. Al otro día  de llegar, mandó subir a los novatos al Cerro Catedral por la “picada” del Jakob. Los hizo cargar inútiles latas de comida. El pobre Juan, aunque hoy parezca increíble, debía llevar además el blanco cuadrado de mármol  – el ara – para los sacerdotes.
            Lo que pasó en esa erguida picada más se parece a un intento budista de  hacer monje tibetano a un porteño, que un paseo feliz. Luis, amigo del Jefe, iba al frente. Salieron no con la fresca, sino a las once de la mañana. A la una, que según los expertos era la hora de meter algo en el buche, recién estaban  en un arroyuelo a dos o tres kilómetros del inicio.  ¡Dos horas para tres kilómetros! Cualquiera que no estuviera mal de la cabeza, hubiera buscado una solución. Luis, fiel a su cráneo vascuence bien nutrido, dijo: “!Vamos, flojos, adelante!”.  Pocos metros después se “palmó” y, a un baqueano que bajaba en mula, se lo pusieron en la grupa, desmayado.
            Carlos y Juan, más ligeros que flecha de indio, dijeron: “Nos sentamos junto al arroyo. Sáquense zapatos y medias. Pies al agua”. Los sacerdotes  enjugaron el sudor de sus frentes, pues iban al final y peor que los demás. Carlos, filósofo barato, les dijo vengativo: “Esos kilitos de más, padres!” Nadie hablaba, aunque en momentos normales se hubiera oído un batifondo de troche y moche. Luego, Juan dijo con pena: “Afuera las latas. Tírenlas en el arroyo. Seguir así nos lleva a la muerte”. Para colmo el sol quemaba la tierra y los rostros de los “flojos”. Los tábanos se pegaban a la piel húmeda. Eran unos cuarenta y parieron más de ciento veinte latas. ¿A qué malevo se le ocurre, salvo a Satanás disfrazado de Jefe, que unos pobres gatos llevasen esa inusitada carga? Se volvieron a calzar y emprendieron otra vez la marcha, pese a la avispas. Carlos adelante y Juan atrás para empujar a los curas. La cosa fue bien hasta que comenzaron las zetas. Decenas, centenas, miles de zetas para subir la montaña. Al fin terminaron y todos sonrieron por no llorar. ¡No sabían lo que les esperaba! Se habían acabado los árboles y había que ir subiendo por unas infinitas lajas de granito.
            Recién a las nueve de la noche, pues allí había luz aún, graznaron: “El refugio! El refugio!” Ese kilómetro fue el más veloz de sus vidas. El cuidador, huesudo de cuerpo, barbado de cara, los miró pasmado. Abrió la puerta, cada uno dejó la mochila y se tiraron en las cuchetas.
Juan, el fino, tomó una decisión salvadora: se dio una ducha en un tugurio fuera del refugio, bajo agua derretida de la nieve. Se cambió la  ropa sudada y entró al recinto. El cuidador preguntó: “¿Qué harán?” Bautizado por el agua helada, Juan dijo: “Haré una sopa”. De cada mochila sacó lentejas, harina de maíz, calditos y diez cosas más. El cuidador puso una olla al fuego y una condición: “La hacés y limpiás todo, ¿no?”
El “fino” fue sacando los jarritos de cada uno para facilitar la tarea. El implacable reloj no acababa la hora. Cuando estuvo lista, sirvió la sopa hirviente en los jarros  fríos e hizo sonar su voz atronadora: “Despierten! La sopa! La soopaa!” Parecían fumadores de opio quienes se acercaban. Sorbieron la sopa en menos de lo que canta un gallo y volvieron a sus cuchas.
Después de gozar de la gloriosa visión desde arriba, dieron una vuelta a un lago interior y comenzaron a bajar. Llegaron al campamento con rostros iracundos y vengadores. Comieron un absurdo puchero. Juan había ya rastreado la zona y encontró un chalet. Habló con la dueña, una tal Goye en chancletas dilapidadas, arregló cuentas y encargó un té a la inglesa con scones y tortas para cuarenta. “La otra se apoyó en un tabique y dijo: “¿Cómo hago?” “Vamos, doña! Con sus manos ágiles, esto es un regalo del Cielo”. Volvió Juan y convocó en secreto a los flojos para la tarde. Sólo dijo: “Traigan una muda, jabón y ganas. Hoy será la venganza”.

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