miércoles, 3 de septiembre de 2014

88 Villa Allende (2)

Villa Allende (2)
  
   Cuando los De Luca se establecieron en la villa, me invitaron a pasar unos días con ellos. Era 1970 y mis numerosas responsabilidades me agotaban mucho y solía vivir estresado.
   Lo único que debía hacer era descansar y salir a pasear por la población con los cinco chicos, Pablo el mayor, las tres nenas, y Diego el chiquito. Aunque no era amante de los perros, debía llevar al can que los niños adoraban. Era negro azabache, grande, curioso y mandón. Se los encargué a una de las nenas.
   Caminábamos a la deriva sin saber hacia dónde íbamos. El pueblo era chico por entonces y el paseo nos llevó frente a un portón cerrado, desvencijado y enmohecido. El perro no se detuvo, empujó y penetró en el lugar, que resultó ser el cementerio del lugar.
   La niña no pudo sujetar al animal, que al ver tanto lugar y tantos recovecos, se enloqueció en una carrera sin fin. Cada uno tomó por distintos caminos para volver a tomar la correa y dirigir a la buena mascota.
   De pronto lo gritos de los chicos me asustaron y apresuré mi tranco para darles alcance: estaban los cinco y el perro delante de una placa de mármol negro, señalándola con las manos para que leyera. La leyenda decía: Aquí yace Osvaldo Santagata.

87 Villa Allende (1)

 Villa Allende (1)

  Mi tocayo pidió que lo acompañara a Córdoba. Necesitaba alquilar una casa amplia para su numerosa familia. Pese a su juventud, había sido nombrado gerente regional de los Yacimientos Petrolíferos Fiscales, conocidos como YPF.
   Viajamos en su auto. Un sábado, para comprar los diarios cordobeses del domingo y ver las propiedades que se alquilaban en los alrededores. No recuerdo ahora muchos detalles de la estadía.
   Cuando me levanté ya estaba él marcando las probables casas. Fuimos a Villa Allende. Y nos dirigimos a una casona moderna y con buen aspecto. Llamamos. Salió una mujer cincuentona vestida con un deshabillé estampado con flores. Aunque era verano, se había colocado encima un saco de lana o hilo fucsia de color.
   Observaba lo que sucedía entre ellos: cuánto pedía ella y cuánto estaba dispuesto él a gastar. Estábamos frente a la plaza del pueblo o villa. En una esquina cercana se divisaba una iglesia a medio terminar: "gótico en Córdoba", pensaba. Pocos negocios se notaban, porque el lugar era residencial y las compras se hacían en otra parte.

   Al fin, con  dificultad llegaron a un acuerdo. La dama repetía, "por nuestro abolengo llevamos un tren de vida alto y por eso el alquiler también lo es". El sol ahora brillaba pleno y hacía relucir los árboles y arbustos del sitio aquel.  Saludamos cordialmente a la dueña. Y salimos a tomar aire puro. Osvaldo, un poco cansado del negocio, afirmó acerca del atuendo gastado de la dama en cuestión: "El abolengo le salía por los codos".

86 Ryan y Sara Demont

86 Ryan y Sarah Demont

   Los conocí en casa de Mike y Edith Mares. Eran treinteañeros. Estaban casados y no tenían hijos. Sarah, la hija, miraba con ojos opacos, o quizá fuera sólo mi impresión.
   La comida era en el jardín, un barbecue, como llaman allá al asado. Me conformé con un poco de ensalada roja y verde de una lechuga arepollada.
   Sin proponérmelo quedé sentado junto a Sarah. Me contó la pena que tenían por no tener hijos. Ryan trabajaba mucho y ella también. Entonces le dije: "Ustedes tienen casa pero no hogar. Repuso: "
- Pronto tendremos nuestro hogar en otro sitio.
   Se acercó el joven marido y les espeté: 
- ¿Por qué no vienen el sábado que viene a las nueve para recibir una bendición especial pidiendo los hijos que quieren? Aceptaron.

   El día apuntado estaba un poco nervioso porque había pasado la hora y no llegaban. Allí rige la puntualidad. Sin embargo, unos minutos después entraron. La imposición de manos a los dos arrodillados duró media hora. Al terminar se sentaron unos minutos, con ojos brillantes y oyeron que les decía: 
- Los hijos vienen cuando se prepara un nido. Deberán hacer ajustes (tweaks, dije) sobre horarios y tiempos dedicados al amor.

85 Un piano a bayoneta

Un piano a bayoneta

   Orlando  Barbieri dijo: -No soy organista y me manejo mejor con el piano. Me ofrecen uno antiguo y en buen estado. Era 1994 y era mi músico desde 1975, más aún, le había enseñado muchas cosas para poder acompañar al pueblo cristiano en el culto. Acepté, diciendo: -Bien, Orlando. ¿Cuánto cuesta? Resuelto dijo: -Mil dólares.
   Pocos días después llegaba a San Gabriel Arcángel el piano de Fernando Vinelli, uno a bayoneta de 1900. Era de Paris, aunque la marca era Rössler.
   Mientras vivió Orlando lo usó mucho. Le gustaba ejecutar en él las canciones folklóricas, o el himno nacional. Cuando llegó Pedro Juan Sorhonet, que era organista en serio, el piano quedó sobre la pared del fondo y casi no se usó.
   Además, entretanto había prestado mi piano de cola a la parroquia y Rubén Ramos sólo tocaba en el Blüthner de 1925 (el que había comprado a María Celia García Bollini para ayudarla en su vejez), hasta que viajó a Grecia, en donde vive ahora.

   Pedí a Pablo Corpas que lo vendiera, más o menos al mismo precio que nos había costado. Sólo consiguió un platero rico que tomó el piano como parte de pago (unos tres mil pesos de la moneda argentina devaluada) de unas medallas del Arcángel, que la gente pedía por la ola de asaltos y crímenes que se vivían bajo el reinado de una presidenta multimillonaria. 

84 Ferndale

Episodios del alma (5)
 Ferndale

  Después de un viaje desagradable llegas a Detroit y te espera en el aeropuerto tu amigo entrañable, el P. Edward Prus. Tu pequeña maleta le llama la atención, porque vas a quedarte un mes. Según su costumbre nada dice. Viajan contentos hasta Ferndale.
   Vas pensando que Ed está envejecido, más que tu. Nunca se queja. Te recibe con alegría no fingida y te hace sentir cómodo desde el primer instante. Sólo te suelta: -¡Menos mal que esta vez no debes trabajar corrigiendo tesis u otras cosas!
   Te das cuenta que quiere tu compañía. Cada vez que tiene que ir a alguna parte te avisa y pregunta: -Te gustaría ir. Aceptas cada vez, incluso cuando fueron a comer con unos conocidos a un club de polacos en los EE.UU. bastante lejos de Ferndale. Lo que más te agrada es ir los sábados a la hora de adoración en el Shrine of the Little Flower, y luego comer un brunch junto a Bruce Bauer, tu otro amigo médico.
   Piensas que quizá sea tu último viaje y te dedicas a ellos. Pronto visitas a Joe Gagnon y los tres parten rumbo a Canadá. Ya han reservado desde marzo las entradas para tres espectáculos en Stratford, en el Shakespeare Festival. Te han dado por primera vez, ahora que esos pensamientos de cosa final te tientan, una visa por diez años para entrar a aquel país. Disfrutas mucho de Crazy for you, tanto que a la noche te surge un poemita en honor de Jason Sermonia, y te propones, esta vez la harás, escribirle. Man of La Mancha te encuentra sentado en la orchestra, pues el administrador del teatro  te dice: -Tengo varios asientos libres abajo. Así que gozas del espectáculo, un invento sobre Dulcinea del Toboso, que ocupa poco lugar en El Quijote  de Cervantes. La idea es que cada persona, incluso la fea Dulcinea, quiere ser tratada según una mecánica de amor que eleva al ser amado.
   Tus días pasan ligeros, dándote Ed los gustos que conoce: hace ya cuarenta años que dura esta amistad! Frutas, pan de semillas, avena, mermelada de naranja, un San José pequeño para vender propiedades (según dicen) y muchos otros detalles que llenan más de lo que quisieras tu vida. Hubieras preferido dedicarte más a la oración y a la lectura, y no hay tiempo.

   Regresas con un sabor agridulce de tristeza y alegría a la vez. Cuando llegas a tu ciudad comprendes que has dejado el primer mundo atrás.

83 Visita al hospital Italiano

83 Visita al hospital Italiano

   Gustavo me avisó que su papá estaba internado en el Italiano. Mi relación con los Ledwith había sido bastante fluida mientras vivió Cristina Keogan. Luego, como suele suceder, nos dejamos de ver.
   Luis era el menor de los hijos. Lo conocí cuando era adolescente y por eso, rebelde, en especial conmigo. Sin embargo, presidí su matrimonio y fui varias veces a su casa cuando la familia recién comenzaba.
   Lo visité en el hospital. Me atendió bien, según su estado. Dijo: -Estoy esperando una cirugía del corazón. Pregunté: -Quieres recibir los sacramentos. Contestó calmado: -No. Ahora soy ateo.
   Por entonces, 1974, vivía bastante cerca, en la casa del jardinero de la Casa de Jesús. En la del capellán habitaba el cardenal Aramburu. Así que pude hacer otras visitas a Luis. Me contaba la vida de los demás pacientes de la sala, porque hacía más de un mes que guardaba cama y conocía a casi todos. Sólo un día pidió: -Rezá por mi pues mañana me operan.

   Dos días después, tarde de verano a principios de 1975, fui a ver como andaba. Entre en la sala y vi el colchón doblado en dos. Sentí angustia. Busqué a la hermana de la sala. Por suerte, la encontré. Pregunté: -¿Dónde está el muchacho irlandés de esa cama? Retrucó: ¿Quién, el que me respondía el rosario de cada tarde, dando un ejemplo hermoso a los otros? –Sí, seguramente ése. –Ya no está más aquí. Murió esta mañana. Salí como borracho del hospital y cuando llegué a la calle brotó un torrente de llanto desde adentro, imparable, inconsolable, que caía sobre mi ropa, y bañaba mi rostro aterrado. No recuerdo haber llorado tanto, salvó cuando murió mi hermano, veinticinco años antes. Luis se había ido haciéndome la última broma de su vida.

82 Un chico en la noche

Episodios del alma (4)
Un chico en la noche

   Te ves en tu ciudad, Buenos Aires, a fines de abril de 1950. Has estado bromeando con tu hermano Leonardo a las 20:25. Una hora más tarde vienen a anunciar que ha sufrido un horrible accidente y lo han llevado al hospital Salaberri (hoy inexistente) y de ahí a la clínica del doctor Matera en Flores (que ya no está). A media noche sabes que la muerte ha caído insólita a tu compañero de habitación.
   Tu familia es sacudida por un huracán. La casa feliz se llena de lamentos. Mujeres cuyo rostro olvidaste hace tiempo, consuelan a tu madre. No sabes lo que pasa con tu padre y tus hermanos. Con tus 16 años rondas cerca del dormitorio de tu mama, tan afligida. Aún no han traído el cuerpo inerte de su hijo.
   En plena noche, algunas de aquellas doñas te ve inquieto y dice: - Ve a la farmacia y compra agua de azahar!. No sabes qué es eso, si bien obedeces. Bajas las escaleras y de pronto te encuentras solo en la avenida Rivadavia mal iluminada. Mientras cruzas la calle hacia la vereda de enfrente, sin aviso previo, brota de tus ojos un torrente de lágrimas imparable, desconsolado, agobiante.  - ¿Qué hace en medio de la tiniebla más negra un muchacho solo?
   Salido de algún portal el vigilante de la cuadra se acerca y pregunta: -¿A dónde vas, pibe? Entre lágrimas y mocos, como puedes señalas la farmacia de Leopardi. El hombre piadoso toma tu hombro izquierdo, sabiendo como sabe, lo que ha sucedido, te lleva en silencio a la farmacia. Se encarga de pedir esa famosa agua y paga.

   La lluvia del lloro sigue imperturbable y desoladora. La puerta de calle está abierta en ese tiempo de buen vecindario. Subes o te sube y entrega el paquetito.  Te pone la mano en la cabeza y vuelve a su puesto. Lo que sigue después ya no lo recuerdas tanta es la conmoción en cada lugar en tu hogar. Sólo vez a un chico flaco en una noche oscura, que continúa sollozando en algún rincón, olvidado de los demás.