viernes, 30 de agosto de 2013

En el laberinto



                                                          En el laberinto
   ¡Qué cuello enjuto tiene ese joven, con el cabello muy lavado,  que lee vaya a saber qué conjuro, o testamento! Está vestido con la parafernalia talar de los prelados de honor del papa. Menos mal que a Lydia y Roberto se les ocurrió mandar una rosada azalea en flor, como un signo de que ése 29 de agosto estaba por comenzar una nueva primavera. ¿A quién le lee? ¿Por qué lo lee? Detrás de él se ven los rostros apretados de mujeres adustas y jóvenes madres.
   ¡Qué callados están esos chiquilines que rodean la maceta cargada de flores! Uno parece tener sólo un añito: mira hacia la luz que viene de afuera. Otros están vestidos de fiesta, con tricotas porque hace frío ese día. El fotógrafo no enfoca al hombre de pie, sino hacia otra parte, porque al primero lo sacan desde donde miro ahora.
   ¿Por qué hay tanta gente? ¿Y esos clérigos quiénes son? Uno seguro es el papa de hoy, otros: Serra, Di Monte, Maletti, Frassia, los alumnos antiguos de aquel hombre que empieza su suerte. Hasta Centeno se ve: ¿por qué un alto funcionario está allí? Menos mal que está el p. Juan, el historiador de la Virgen de Luján, junto a muchos otros.
   El hombre grueso con una mitra española, los demás usan la moda francesa, lleva un bastón de madera con un signo de interrogación en su cima. ¿Lo habrán hecho a propósito para preguntarse cada día cómo está la Fe y el Amor?
   En frente de las figuras arropadas con estolas de colores vivos, hay gente expectante. Habla el cardenal, el buen amigo que no encontró a otro tonto que quisiera comenzar una parroquia. El silencio se hace espeso. Dice, y sabe que no hay lugar para una mosca: “El año que viene quiero ver más gente que hoy, si no la cierro.” Es una locura  que haya podido decir eso, si bien la gente aplaude como orates. Ahora, el joven está desconcertado y no aplaude, pues se da cuenta de que lo han metido en el laberinto del rey de Arabia.

jueves, 29 de agosto de 2013

Mi abuelo



Mi abuelo
Le preguntaban sus discípulos qué significaba esta parábola,
y Jesús les dijo:
A ustedes se le concede conocer los Misterios del Reino de Dios;
a los demás sólo con parábolas
(para que se cumpla la Escritura que dice):
«al ver, no vean,
y al oír, no entiendan».  Lucas 8: 9-10
   Mi abuelo estaba en silla de ruedas, nadie sabía por qué. No nos interesaban esos
detalles, sino sus historias. Una vez lo invitamos a referir un relato sobre su maestro.
   Aceptó con un rostro pícaro  y  nos describió qué hacía  el santo abad  Pedro el Bueno cuando estaba inmerso en la oración.
   Entonces, el abuelo se concentró. Bajo los ojos un instante. Parecía un canario antes de su concierto. Luego, se puso de pie mientras oraba  y el Misterio lo encuadró  muy hondo. Boquiabiertos miramos cómo empezó a balancearse y mover los brazos  para mostrar luego cómo brincaba y danzaba  su maestro.
   Desde ese momento, el abuelo no usó más el arnés.
   Así deben contarse los relatos.

Subida al Cerro Catedral



Subida al Cerro Catedral
            Los jesuitas pensaron que un campamento bravo, podría ser un filtro para seminaristas flojos. No olvides que ellos son duros, cuando les conviene. Pusieron de jefe a uno con  experiencia. Al otro día  de llegar, mandó subir a los novatos al Cerro Catedral por la “picada” del Jakob. Los hizo cargar inútiles latas de comida. El pobre Juan, aunque hoy parezca increíble, debía llevar además el blanco cuadrado de mármol  – el ara – para los sacerdotes.
            Lo que pasó en esa erguida picada más se parece a un intento budista de  hacer monje tibetano a un porteño, que un paseo feliz. Luis, amigo del Jefe, iba al frente. Salieron no con la fresca, sino a las once de la mañana. A la una, que según los expertos era la hora de meter algo en el buche, recién estaban  en un arroyuelo a dos o tres kilómetros del inicio.  ¡Dos horas para tres kilómetros! Cualquiera que no estuviera mal de la cabeza, hubiera buscado una solución. Luis, fiel a su cráneo vascuence bien nutrido, dijo: “!Vamos, flojos, adelante!”.  Pocos metros después se “palmó” y, a un baqueano que bajaba en mula, se lo pusieron en la grupa, desmayado.
            Carlos y Juan, más ligeros que flecha de indio, dijeron: “Nos sentamos junto al arroyo. Sáquense zapatos y medias. Pies al agua”. Los sacerdotes  enjugaron el sudor de sus frentes, pues iban al final y peor que los demás. Carlos, filósofo barato, les dijo vengativo: “Esos kilitos de más, padres!” Nadie hablaba, aunque en momentos normales se hubiera oído un batifondo de troche y moche. Luego, Juan dijo con pena: “Afuera las latas. Tírenlas en el arroyo. Seguir así nos lleva a la muerte”. Para colmo el sol quemaba la tierra y los rostros de los “flojos”. Los tábanos se pegaban a la piel húmeda. Eran unos cuarenta y parieron más de ciento veinte latas. ¿A qué malevo se le ocurre, salvo a Satanás disfrazado de Jefe, que unos pobres gatos llevasen esa inusitada carga? Se volvieron a calzar y emprendieron otra vez la marcha, pese a la avispas. Carlos adelante y Juan atrás para empujar a los curas. La cosa fue bien hasta que comenzaron las zetas. Decenas, centenas, miles de zetas para subir la montaña. Al fin terminaron y todos sonrieron por no llorar. ¡No sabían lo que les esperaba! Se habían acabado los árboles y había que ir subiendo por unas infinitas lajas de granito.
            Recién a las nueve de la noche, pues allí había luz aún, graznaron: “El refugio! El refugio!” Ese kilómetro fue el más veloz de sus vidas. El cuidador, huesudo de cuerpo, barbado de cara, los miró pasmado. Abrió la puerta, cada uno dejó la mochila y se tiraron en las cuchetas.
Juan, el fino, tomó una decisión salvadora: se dio una ducha en un tugurio fuera del refugio, bajo agua derretida de la nieve. Se cambió la  ropa sudada y entró al recinto. El cuidador preguntó: “¿Qué harán?” Bautizado por el agua helada, Juan dijo: “Haré una sopa”. De cada mochila sacó lentejas, harina de maíz, calditos y diez cosas más. El cuidador puso una olla al fuego y una condición: “La hacés y limpiás todo, ¿no?”
El “fino” fue sacando los jarritos de cada uno para facilitar la tarea. El implacable reloj no acababa la hora. Cuando estuvo lista, sirvió la sopa hirviente en los jarros  fríos e hizo sonar su voz atronadora: “Despierten! La sopa! La soopaa!” Parecían fumadores de opio quienes se acercaban. Sorbieron la sopa en menos de lo que canta un gallo y volvieron a sus cuchas.
Después de gozar de la gloriosa visión desde arriba, dieron una vuelta a un lago interior y comenzaron a bajar. Llegaron al campamento con rostros iracundos y vengadores. Comieron un absurdo puchero. Juan había ya rastreado la zona y encontró un chalet. Habló con la dueña, una tal Goye en chancletas dilapidadas, arregló cuentas y encargó un té a la inglesa con scones y tortas para cuarenta. “La otra se apoyó en un tabique y dijo: “¿Cómo hago?” “Vamos, doña! Con sus manos ágiles, esto es un regalo del Cielo”. Volvió Juan y convocó en secreto a los flojos para la tarde. Sólo dijo: “Traigan una muda, jabón y ganas. Hoy será la venganza”.

martes, 27 de agosto de 2013

Cuento obligado en Venecia

Cuento obligado en Venecia



   ¿Cómo llegué a la inimaginable Venecia? ¿Quién me lo propuso? ¿O fui yo mismo que arrastré a los otros llevado por mi fuego? ¡Qué importa ahora! Estaba entre canales de agua y no me cansaba de caminar por vericuetos impensados. Conocí iglesias, me dejaron entrar a los palacios, oí música de Vivaldi. Era un personaje más en alguna película de Fellini. Vivía en la Piazza di Roma. Mejor allá porque me dejaba llegar en cuanto quisiera a la Piazza di San Marco y sentarme como un turista displicente para tomar un café americano. Había que decir así: americano, de lo contrario traían un stretto, que me hubiese llevado a bailar la tarantela con la primera dama bien dispuesta.

    Princesas las había y hermosas. ¿Cómo no estaban durmiendo esas muchachas en flor? ¿Qué las atrajo a la gran plaza secular? Salía el vaporetto para la isla de Murano. Ahí están los sopladores de vidrio que crean locos objetos que imitan la fantasía de Borges y los colores de Xul.

   También yo soy turista. Busco un músico de pies grandes. Hay chicos jóvenes, que siguen a las princesitas a todas partes. Miro los pies. Encuentro uno que calza unos zapatones, cuyo número se encuentra sólo en Vigevano, Carga una mandolina. Está enamorado a simple vista de una de las flores juveniles. Los otros captan la situación: también están al borde de la locura.
   Le dicen al pielargo: ¡Ma dai, dai! El otro, está junto a mí, para defenderse de la horda. Buenísimo: está junto a un prete para hablar al sueño alado. Ella está junto a mí. Habla, por fin, y dice en dialecto: ¡Son pauroso, mi!  Y llevando su instrumento al hombro se dirige a la fila de los buscadores de fantasmas de vidrio.
   Rápido como el sol que nace, escribo en un papel de los cuales nunca me falta alguno: ¡Pure mi son pauroso! El inútil alfiler de gancho que mamá me había puesto en la chaqueta (por las dudas, hijo) halla su uso. Nadie sabe bien cómo: el muchacho aparece con un cartel en la espalda. Cuando se da vuelta, porque parte el vapor que nos lleva, la rosa reventona que me sigue comienza a reírse con un gorjeo que se expande hacia el cielo, y tres cabecitas rubias me hablan y dicen: “Usted también, reverendo. ¡Parecía tan místico!”

domingo, 25 de agosto de 2013

On the Meaning of my life

On the meaning of my life

I spent a long time
to know
the meaning of the life.

Then I knew
that my symphony
will not be played
by the full orchestra

I found seeds
in each person:
so I was to water the plants,
lay aside the books,
and wait until I could
replenish mysepf witdh livinf flowers.



Pasé largos años para conocer
el sentido de la vida.

Supe, entonces,
que mi sinfonía
no la interpreta
la gran orquesta.

Encontré en cada uno
semillas,
debí regar esa tierra,
dejé mis libros de lado
e inundarme de flores vivas.

jueves, 22 de agosto de 2013

Sentencia



Sentencia


                                                Nel mezzo del cammin di mia vita

                                                Mi ritrovai per una selva oscura

                                                che la diritta via era smarrita.

                                                                                    Dante Alighieri



El idiota quebró su mimbre.

Había zaherido al inocente y al humilde. ¡Con desparpajo vendía a cualquiera!  Su boca era una cloaca que emitía ruidos roncos y malolientes.

Sospechaba de cada palabra antes de que fuera bebida. Decía altivo: No me intimida  Dios, aunque se presente.

Sobre el mundo era brutal: ¿Por qué lo llaman cosmos en vez de roña?

Las cuerdas le cayeron para el averno de los estridentes, a él que se gloriaba de ser rico. El estrépito lo trastornaba.  Entonces quiso suprimirse otra vez, si bien el necio  ya había quebrado su mimbre.

Moraleja: Feliz quien corre esta carrera sin sospechas.