jueves, 22 de agosto de 2013

Priores y monjes



Priores y monjes
     Luego de mucho revuelo, Severino fue elegido prior. Era un simple sacristán en la abadía. Por primera vez dormía en una cama muelle. Los demás tenían un camastro en el dormitorio común. Nadie se molestaba, pues las horas de sueño eran exiguas y había que estar listos para los rezos en la hora del gallo. Luego dormían un rato largo y, otra vez, a despegar para Laudes.
     Severino pensaba en esto y por su mente se agolpaban rayos de las intrigas que lo habían elevado. Ahora tenía que domar con brida al convento. Su cara parecía un paisaje invernal de Brueghel el viejo. No podía soportar a quienes echaban arrogancias por la boca. ¿Cómo detener a Lorenzo y su bando, y a Alejandro y sus secuaces? ¿A quién nombraría relevo? ¿A quién cillerero? ¿A quién hospedero? Le preocupaba el cillerero  pues debía enseñar a los monjes  cómo ir de cuerpo y de alma cada día, y cómo hacer las abluciones en el aguamanil antes de las comidas y después de ellas. Andrés, Ruperto, y Bonifacio eran mugrientos. Quizá varones maltrechos por esa vida de crudo trabajo y salmodia de coro que muchos hacían desde la pubertad. Llegaban a comer hambrientos y lavarse era el cerco insufrible. “!Total para el potaje que servían!” En el refectorio Juan Antonio era el lector. Efraín, el bibliotecario se quejaba  de las hojas de pergamino pringosas, porque Juan se mojaba el dedo con saliva para dar vuelta cada una y en las puntas del códice había una oscuridad asquerosa.
     De pronto, mientras se desataba el sayal para acostarse, Severino sintió que el peso de su vejez había desaparecido. Le estaban floreciendo los huesos y se dio cuenta que su horizonte se había achicado a causa  de la  monotonía mortífera que había sostenido, al pensar en esas torpezas. ¿Qué podría hacer para dilatar su panorama, y llevar al monasterio al honor que había tenido en tiempos del conde Jerónimo? Mientras probaba el lecho reservado, intuyó que sólo habría tres métodos de hacerlo. Dedicaría cada día una hora a leer  nuevos libros,  haría una lista de sus intereses nunca satisfechos, e iría desde Como a Bingen a apalabrar a esa mística vieja, la poeta Hildegarda, de la cual se decían portentos a la sazón. Una mujer… y quién podía asegurarle que no era docta. Se durmió enseguida y, con una armonía novedosa de fondo, soñó que la monja renana le cantaba melodías atemporales de Bach, Schumann, y Loreena Mc Kennitt.

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