Priores y monjes
Luego
de mucho revuelo, Severino fue elegido prior. Era un simple sacristán en la
abadía. Por primera vez dormía en una cama muelle. Los demás tenían un camastro
en el dormitorio común. Nadie se molestaba, pues las horas de sueño eran exiguas
y había que estar listos para los rezos en la hora del gallo. Luego dormían un
rato largo y, otra vez, a despegar para Laudes.
Severino
pensaba en esto y por su mente se agolpaban rayos de las intrigas que lo habían
elevado. Ahora tenía que domar con brida al convento. Su cara parecía un
paisaje invernal de Brueghel el viejo. No podía soportar a quienes echaban
arrogancias por la boca. ¿Cómo detener a Lorenzo y su bando, y a Alejandro y
sus secuaces? ¿A quién nombraría relevo? ¿A quién cillerero? ¿A quién
hospedero? Le preocupaba el cillerero
pues debía enseñar a los monjes cómo
ir de cuerpo y de alma cada día, y cómo hacer las abluciones en el aguamanil antes
de las comidas y después de ellas. Andrés, Ruperto, y Bonifacio eran mugrientos.
Quizá varones maltrechos por esa vida de crudo trabajo y salmodia de coro que
muchos hacían desde la pubertad. Llegaban a comer hambrientos y lavarse era el
cerco insufrible. “!Total para el potaje que servían!” En el refectorio Juan
Antonio era el lector. Efraín, el bibliotecario se quejaba de las hojas de pergamino pringosas, porque
Juan se mojaba el dedo con saliva para dar vuelta cada una y en las puntas del
códice había una oscuridad asquerosa.
De pronto, mientras se desataba el sayal
para acostarse, Severino sintió que el peso de su vejez había desaparecido. Le
estaban floreciendo los huesos y se dio cuenta que su horizonte se había
achicado a causa de la monotonía mortífera que había sostenido, al
pensar en esas torpezas. ¿Qué podría hacer para dilatar su panorama, y llevar
al monasterio al honor que había tenido en tiempos del conde Jerónimo? Mientras
probaba el lecho reservado, intuyó que sólo habría tres métodos de hacerlo.
Dedicaría cada día una hora a leer
nuevos libros, haría una lista de
sus intereses nunca satisfechos, e iría desde Como a Bingen a apalabrar a esa mística
vieja, la poeta Hildegarda, de la cual se decían portentos a la sazón. Una
mujer… y quién podía asegurarle que no era docta. Se durmió enseguida y, con
una armonía novedosa de fondo, soñó que la monja renana le cantaba melodías
atemporales de Bach, Schumann, y Loreena Mc Kennitt.
No hay comentarios:
Publicar un comentario