En el
laberinto
¡Qué cuello enjuto tiene ese joven, con el
cabello muy lavado, que lee vaya a saber
qué conjuro, o testamento! Está vestido con la parafernalia talar de los
prelados de honor del papa. Menos mal que a Lydia y Roberto se les ocurrió
mandar una rosada azalea en flor, como un signo de que ése 29 de agosto estaba
por comenzar una nueva primavera. ¿A quién le lee? ¿Por qué lo lee? Detrás de
él se ven los rostros apretados de mujeres adustas y jóvenes madres.
¡Qué callados están esos chiquilines que
rodean la maceta cargada de flores! Uno parece tener sólo un añito: mira hacia
la luz que viene de afuera. Otros están vestidos de fiesta, con tricotas porque
hace frío ese día. El fotógrafo no enfoca al hombre de pie, sino hacia otra parte,
porque al primero lo sacan desde donde miro ahora.
¿Por qué hay tanta gente? ¿Y esos clérigos
quiénes son? Uno seguro es el papa de hoy, otros: Serra, Di Monte, Maletti,
Frassia, los alumnos antiguos de aquel hombre que empieza su suerte. Hasta
Centeno se ve: ¿por qué un alto funcionario está allí? Menos mal que está el p.
Juan, el historiador de la Virgen de Luján, junto a muchos otros.
El hombre grueso con una mitra española, los
demás usan la moda francesa, lleva un bastón de madera con un signo de
interrogación en su cima. ¿Lo habrán hecho a propósito para preguntarse cada
día cómo está la Fe y el Amor?
En frente de las figuras arropadas con
estolas de colores vivos, hay gente expectante. Habla el cardenal, el buen
amigo que no encontró a otro tonto que quisiera comenzar una parroquia. El
silencio se hace espeso. Dice, y sabe que no hay lugar para una mosca: “El año
que viene quiero ver más gente que hoy, si no la cierro.” Es una locura que haya podido decir eso, si bien la gente aplaude
como orates. Ahora, el joven está desconcertado y no aplaude, pues se da cuenta
de que lo han metido en el laberinto del rey de Arabia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario