jueves, 22 de agosto de 2013

En el laberinto



                                                          En el laberinto

   ¡Qué cuello enjuto tiene ese joven, con el cabello muy lavado,  que lee vaya a saber qué conjuro, o testamento! Está vestido con la parafernalia talar de los prelados de honor del papa. Menos mal que a Lydia y Roberto se les ocurrió mandar una rosada azalea en flor, como un signo de que ése 29 de agosto estaba por comenzar una nueva primavera. ¿A quién le lee? ¿Por qué lo lee? Detrás de él se ven los rostros apretados de mujeres adustas y jóvenes madres.
   ¡Qué callados están esos chiquilines que rodean la maceta cargada de flores! Uno parece tener sólo un añito: mira hacia la luz que viene de afuera. Otros están vestidos de fiesta, con tricotas porque hace frío ese día. El fotógrafo no enfoca al hombre de pie, sino hacia otra parte, porque al primero lo sacan desde donde miro ahora.
   ¿Por qué hay tanta gente? ¿Y esos clérigos quiénes son? Uno seguro es el papa de hoy, otros: Serra, Di Monte, Maletti, Frassia, los alumnos antiguos de aquel hombre que empieza su suerte. Hasta Centeno se ve: ¿por qué un alto funcionario está allí? Menos mal que está el p. Juan, el historiador de la Virgen de Luján, junto a muchos otros.
   El hombre grueso con una mitra española, los demás usan la moda francesa, lleva un bastón de madera con un signo de interrogación en su cima. ¿Lo habrán hecho a propósito para preguntarse cada día cómo está la Fe y el Amor?
   En frente de las figuras arropadas con estolas de colores vivos, hay gente expectante. Habla el cardenal, el buen amigo que no encontró a otro tonto que quisiera comenzar una parroquia. El silencio se hace espeso. Dice, y sabe que no hay lugar para una mosca: “El año que viene quiero ver más gente que hoy, si no la cierro.” Es una locura  que haya podido decir eso, si bien la gente aplaude como orates. Ahora, el joven está desconcertado y no aplaude, pues se da cuenta de que lo han metido en el laberinto del rey de Arabia.

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