martes, 15 de octubre de 2013

En la estancia "La querencia"



En la estancia “La Querencia”
Tomó, pues, el Señor Dios a Adán (el hombre)
y lo dejó en el jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase.    (Génesis 2: 15)

   Volvimos a la capital. Miramos los pastos amarillos por la sequía de enero de 1989. Pasamos unos días en un campo. Allí criaban ovejas y terneros. Aprendí mi duro quehacer: que jamás nos den las gracias. Debe ser el oficio de hombre.
   Aún resuenan  los quiquiriquíes de los gallos, los cacareos de las gallinas, las protestas de los cerdos, los mugidos de los toros cansados, los piares de tijeretas y alondras, los arrullos de  palomas torcazas y monteras, los relinchos equinos, los ladridos de los perros, o la campana que llamaba a comer, o la Misa de la tarde. Esos sonidos eran la fiesta de cada día, para mí.
   Los muchachos – quien recuerda nombres ahora -  iban a cabalgar, nadaban, o pescaban. Una vez fueron al corral para el carneo de una oveja. A toda costa querían ver el acople de un toro y una vaca. No me invitaban: es un ser superior, decían.
   Entonces,  cuidé el huerto.
   Fui un repentino granjero de tomates que abrían el rojo, ajíes aún rubios, zapallitos de verde negro y chauchas ávidas de resistir. Unos peones me miraban con burla, ¿quién es el idiota que con un  gorro raro  riega la quinta de mañana y de tarde, con tal seca?  Era un rito unido a los salmos matutinos y vesperales. Me dolían las malezas, sobre todo los hilos trepadores, que van estrujando hortalizas, quitándoles la vida. Me duelen todavía.
   Un guía, quintero baqueano, acepta con coraje y paciencia que crezca la libertad de los demás. Detecta la maleza cínica, ¿y qué puede hacer? Es como una madre que ve a su hijo grande dar malos pasos. Le basta saber que Dios lo ama. Con las legumbres y verduras es diferente: tiene permiso para quitarlas.
   Desconozco el fin de sus historias. Poco después, se dejaron atrapar por los hilos subidores de su mismo color y no aceptaron un quintero. Se hicieron  parte de una nube negra, ellos tan brillantes cuando estaban conmigo y me preguntaban. Dejaron las preguntas y de tanto hablar se volvieron locos.

viernes, 11 de octubre de 2013

Moisés en Filadelfia

Moisés en Filadelfia



Vuelan las notas
en el Kimmel,

trinan los violines
los cellos imitan.
Las flautas siguen  a Purcell
alegrando clarinetes.
¿De qué otro modo,
melodioso Britten,
podrían aprender los chicos?

Sabe de suavidades
el experto en cifras.
No olvida a quienes
les es preciso
ver la vara de Moisés.
Es turno de los saxos,
y luego cantan los oboes.
Los fagotes exultan 
y el timbalista afina.
No hay flores ni verde
en el inmenso sarcófago
sólo cabe la armonía sonora
para despertar a los muertos.


A Ale y Marisa