sábado, 16 de noviembre de 2013

La reunión



46 La reunión

   Rodeada de gente brillaba la mesa de caoba. Las luces mostraban el cansancio de un día laboral por la noche. Padres y padrinos de tres familias hacían las reuniones previas al próximo Bautismo de sus hijos, como mandan las normas católicas. Éramos quince personas, un lindo grupo, al cual debía motivar e interesar. Me sentía contento porque los ritos del Bautismo me surten de alegría: unir a los bebés a Jesucristo resucitado.
   De pronto, alguien pegó un golpe sobre la tabla y se hizo un silencio chocante. Emocionado y con rabia gritó un hombre a mi izquierda: “No puedo compartir esa alegría de la que habla. Mi hijita tiene el síndrome de Down en el estado más grave. Es idiota.” Se cubrió el rostro con las manos temblorosas, mientras su esposa sollozaba aguas amargas y los padrinos se mordían los labios. Lydia y Roberto Freaza, los voceros de la comunidad, me taladraban con sus miradas.
   Me había olvidado de que habían pedido que su bebita discapacitada fuera bautizada un lunes a la noche, sin gente, en la intimidad. Bajé la vista, cerré los ojos: “Señor, ¿qué hago ahora?” Mantuve la paciencia. Siguió el silencio.
   Inicié luego la respuesta con voz serena y tierna. “Su hija posee una traba para crecer en la libertad y el entender. Como nosotros, ella recibió de Dios un alma y un cuerpo destinados a la resurrección gloriosa. Terminada su vida en este mundo, va directo a contemplar el rostro de Dios, reunirse con los santos y llenarse de placer. Ése es el privilegio de haber nacido así. No sucede igual con nosotros. Debemos usar la libertad, buscando el bien. Y pasamos por las penas, las sombras y el dolor.
   Se calmó la muta. Nada más fue dicho. Dejaron su suficiencia los padres de niños sanos. La reunión continuó: ‘Cristo murió por todos”.
   A los pocos días, la esposa dijo: “He hablado con mi esposo. Es verdad lo que la Iglesia afirma. Nuestra hija tiene esa dignidad y está llamada a la gloria. No por sus palabras, sino porque Alguien nos habló por dentro. Aceptamos bautizarla el domingo junto a los otros niños  en la ceremonia solemne. Y le preparamos una preciosa vestidura blanca para ese Baño físico y espiritual”.
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miércoles, 13 de noviembre de 2013

María y el Cottolengo



María y el Cottolengo
Hijos míos,
no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad.
En esto conoceremos que somos de la verdad.  (1ª Juan 3:19)         

   El marido le había dicho:
-“Nació muerto. El bebé nació muerto”. A ella le caían lagrimones de dolor y esperanza, a la vez. Creyó al hombre. Más adelante, tuvieron otro hijo.
Pasaron doce años. De pronto, algo insólito sucedió.  Timbró el teléfono. Atendió ella. No podía creer lo que le decía esa criatura. La voz cristalina le indicó que era una criatura. Entonces  quiso hablar con alguien. La rodeaba un cerco tenebroso. Habían acordado que nunca le dirían la verdad. El cerco que la rodeaba le decía: “Son mentiras. Alguien te quiere molestar. No le lleves el apunte”.
   Al fin, logró visitarme. Era en 1974. Mis tareas se forjaban en Almagro. La acompañó la madre, una mujer gruesa de mirada torva.  El monstruo no quería que hablase a solas conmigo. Pude, con todo, conducir a la joven madre a una salita con pocos muebles antiguos y oscuros. Una ventana daba paso al sol e iluminaba a una rafidófora amarillenta.
   Pudo decir unas pocas palabras. Las suficientes para que yo comprendiese al instante la tragedia.  De pronto, se abrió la puerta con violencia y la bruja  la asió del brazo y le gritó: “Vamos, vamos. Aquí nada tenés que hacer”.
   Recuerdo aún las palabras que había susurrado la pobre derrumbada y atónita “Un día atendí el teléfono y oí una voz: «¿Mamá? Soy María de los Ángeles, tu hija. Sé que vos no tenés la culpa… Te quiero mucho. Me gustaría verte. Tengo los bracitos cortos. Estoy en el internado de los niños, en el Cottolengo. Papá no vino nunca. A veces viene la abuela. Algo me dice que vos ni sabés de mí.»”
   Lo terrible es que yo conocía a María de los Ángeles por las visitas al Cottolengo. En la sala de los niños era indispensable. Ayudaba en cada cosa a los nenes desgraciados. Las monjas y enfermeras le tenían una confianza extrema a la niña botada de su casa.
   María de los Angeles expiaba las culpas de su padre, varón domado por la abuela materna,  omnipotente, que había ocultado a la incapacitada. Su familia debía ser normal, sin defectos.
   ¿Puede imaginarse un ángel bellísimo y amoroso? Así era la niña. Y así la recuerdo aún. (GFI 11.50)

lunes, 4 de noviembre de 2013

El corderito



44  El corderito
  
   Eran dos hermanos, hijos de un campesino. El mayor heredó la quinta. El otro dijo: “Voy a la ciudad a trabajar: ganaré mucha plata”.
   Dicho y hecho. En la ciudad consiguió un buen trabajo. Vivían en el último departamento de una casa chorizo  de la calle Yerbal. El fondo daba a las vías del ferrocarril. Había mucho ruido de trenes y mucho polvo. Recordaba la tierra querida en dónde había nacido y se había criado. Eran campos repletos de espigas de oro y girasoles curiosos. El joven sintió nostalgia del campo.
   Su esposa tuvo una idea. La casa tenía una puertita que daba al pasto de los terrenos junto a las vías. Consiguieron permiso, alumbraron, trajeron ovejas desde lejos y las pusieron sobre el pasto. Empezaron a creerse en casa. Llegó el verano. Nació un corderito. Irradiaban gozo.
   A las semanas, el animalito corría por el lugar. Se fue haciendo fuerte y engordó.
   Una tarde al volver de su tarea, el muchacho tuvo deseos de ver al corderito y fue a la tierra. El animal no estaba allí. Angustiado llamó a la esposa. Las ovejas se notaban agitadas. El hombre vio que sobre el terraplén había huellas de sangre y lana blanca. Al ver la cabeza del corderito, entendieron. Alguien lo había robado y enseguida, degollado. Se había llevado el cuerpo. Agua de dolor mojó sus rostros sudados.

Fariseos



42 Fariseos

Algunos acumulan
aureolas de santos.
Ríen de sus berrinches,
siguen los disparates.

El infierno se agranda
con muchos  anónimos.
¿Tan buenos habrán sido
los que escriben sin firma?

Mejor hago un cielo
para que entren en él
los ciegos y leprosos,
los sucios y amargados.

Sacó varios demonios
de María Magdalena.
Los ignaros la llaman
la triste pecadora.

Reunió ella a las ricas,
creó la fuente de amor.
¿Cómo subsistiría
un grupo de santones?

El coleccionista



41 El coleccionista

Rodeado de infierno
colectó resquemores,
y sordos moretones.
Le decían: “El tonto”.

¡Qué ardor en ese averno!
¡Qué íntima ansiedad!
¡Qué desprecios gratuitos!
¡Qué enfados y sospechas!

Al fin ¿para qué sirve
coleccionar rencores?
Sólo para que escriba
palabras estériles.

En Asturias también
dicen todos: resquemor.
¿La habrá sacado de allá
este coleccionista?