miércoles, 13 de noviembre de 2013

María y el Cottolengo



María y el Cottolengo
Hijos míos,
no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad.
En esto conoceremos que somos de la verdad.  (1ª Juan 3:19)         

   El marido le había dicho:
-“Nació muerto. El bebé nació muerto”. A ella le caían lagrimones de dolor y esperanza, a la vez. Creyó al hombre. Más adelante, tuvieron otro hijo.
Pasaron doce años. De pronto, algo insólito sucedió.  Timbró el teléfono. Atendió ella. No podía creer lo que le decía esa criatura. La voz cristalina le indicó que era una criatura. Entonces  quiso hablar con alguien. La rodeaba un cerco tenebroso. Habían acordado que nunca le dirían la verdad. El cerco que la rodeaba le decía: “Son mentiras. Alguien te quiere molestar. No le lleves el apunte”.
   Al fin, logró visitarme. Era en 1974. Mis tareas se forjaban en Almagro. La acompañó la madre, una mujer gruesa de mirada torva.  El monstruo no quería que hablase a solas conmigo. Pude, con todo, conducir a la joven madre a una salita con pocos muebles antiguos y oscuros. Una ventana daba paso al sol e iluminaba a una rafidófora amarillenta.
   Pudo decir unas pocas palabras. Las suficientes para que yo comprendiese al instante la tragedia.  De pronto, se abrió la puerta con violencia y la bruja  la asió del brazo y le gritó: “Vamos, vamos. Aquí nada tenés que hacer”.
   Recuerdo aún las palabras que había susurrado la pobre derrumbada y atónita “Un día atendí el teléfono y oí una voz: «¿Mamá? Soy María de los Ángeles, tu hija. Sé que vos no tenés la culpa… Te quiero mucho. Me gustaría verte. Tengo los bracitos cortos. Estoy en el internado de los niños, en el Cottolengo. Papá no vino nunca. A veces viene la abuela. Algo me dice que vos ni sabés de mí.»”
   Lo terrible es que yo conocía a María de los Ángeles por las visitas al Cottolengo. En la sala de los niños era indispensable. Ayudaba en cada cosa a los nenes desgraciados. Las monjas y enfermeras le tenían una confianza extrema a la niña botada de su casa.
   María de los Angeles expiaba las culpas de su padre, varón domado por la abuela materna,  omnipotente, que había ocultado a la incapacitada. Su familia debía ser normal, sin defectos.
   ¿Puede imaginarse un ángel bellísimo y amoroso? Así era la niña. Y así la recuerdo aún. (GFI 11.50)

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