María y el
Cottolengo
Hijos míos,
no amemos de palabra
ni de boca, sino con obras y según la verdad.
En esto conoceremos
que somos de la verdad. (1ª Juan 3:19)
El marido le había dicho:
-“Nació
muerto. El bebé nació muerto”. A ella le caían lagrimones
de dolor y esperanza, a la vez. Creyó al hombre. Más adelante, tuvieron otro
hijo.
Pasaron doce años. De pronto, algo insólito sucedió. Timbró el teléfono. Atendió ella. No podía
creer lo que le decía esa criatura. La voz cristalina le indicó que era una
criatura. Entonces quiso hablar con
alguien. La rodeaba un cerco tenebroso. Habían acordado que nunca le dirían la
verdad. El cerco que la rodeaba le decía: “Son mentiras. Alguien te quiere
molestar. No le lleves el apunte”.
Al fin, logró visitarme. Era en 1974. Mis
tareas se forjaban en Almagro. La acompañó la madre, una mujer gruesa de mirada
torva. El monstruo no quería que hablase
a solas conmigo. Pude, con todo, conducir a la joven madre a una salita con
pocos muebles antiguos y oscuros. Una ventana daba paso al sol e iluminaba a
una rafidófora amarillenta.
Pudo decir unas pocas palabras. Las
suficientes para que yo comprendiese al instante la tragedia. De pronto, se abrió la puerta con violencia y
la bruja la asió del brazo y le gritó:
“Vamos, vamos. Aquí nada tenés que hacer”.
Recuerdo aún las palabras que había susurrado la pobre derrumbada
y atónita “Un día atendí el teléfono y oí una voz: «¿Mamá? Soy María de los
Ángeles, tu hija. Sé que vos no tenés la culpa… Te quiero mucho. Me gustaría
verte. Tengo los bracitos cortos. Estoy en el internado de los niños, en el
Cottolengo. Papá no vino nunca. A veces viene la abuela. Algo me dice que vos
ni sabés de mí.»”
Lo terrible es que yo conocía a María de los
Ángeles por las visitas al Cottolengo. En la sala de los niños era
indispensable. Ayudaba en cada cosa a los nenes desgraciados. Las monjas y
enfermeras le tenían una confianza extrema a la niña botada de su casa.
María de los Angeles expiaba las culpas de
su padre, varón domado por la abuela materna,
omnipotente, que había ocultado a la incapacitada. Su familia debía ser
normal, sin defectos.
¿Puede imaginarse un ángel bellísimo y amoroso? Así era la niña. Y así
la recuerdo aún. (GFI 11.50)
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