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“Confesarse” en 2014
La crisis religiosa viene, desde
1968, con los maestros de la sospecha. Ha tocado a todos. Y se ha iniciado una
época, unificada por el sentimentalismo, que viste la misma ropa para varones y
mujeres, y, además, trajo más miedo a la muerte. La indiferencia de los
poderosos hacia la situación de los nuevos pobres contribuye a embadurnar la
escena.
Los
católicos de hoy van a confesarse. Son habitualmente mujeres sesentonas. ¿De
qué se confiesan? De ningún pecado, seguro. Carecen de una consciencia que
funcione. Entonces, ¿a qué van? Sienten que por enésima vez, ahora ante un
representante de un Dios a quien no conocen aunque temen, deben repetir sus
males pasados y presentes, sobre todo los primeros. Así desfilan sobre los oídos
atentos del varón consagrado, dolores de la infancia, novios infieles,
matrimonios fallidos, hijos ingratos y vecinos insufribles. Luego sigue la
letanía de las penas físicas: que los tobillos, las rodillas y las caderas, que
la espalda, que el corazón, que la sangre, que la garganta, los ojos y la
cabeza.
¿Qué hace
el pobre tipo que oye? Piensa: “¿Qué le digo?” Y se inaugura un duelo mortal
entre la bondad y la verdad. La mayoría elige la bondad para sacarse pronto de
enfrente a una persona que nunca entendió el significado de vivir. Unos pocos
deciden admitir la verdad: “Mire, señora, a partir de lo que me cuenta deduzco
que usted está cerca de la muerte.”
Ahora sí
que se arma el lío.
- No es cierto.
- Y ¿qué hace para no morir? Por lo que dice ya
está muerta.
Silencio.
“Este hombre ha perdido la razón”, piensa la otra,
espantada. “Vine a que me oyera nomás, porque estoy cansada de hablar con la
gente del barrio, ya que la familia no quiere saber de mis penas, ¿y este tipo
me sale con esto?”
El otro
prosigue:
- ¿Qué quiere hacer?
- ¿Qué voy a hacer? Aguantar hasta que Dios me
llame.
– Pero, aguantar no es hacer, ¿qué quiere hacer?, -insiste.
– No sé hacer nada. No puedo hacer nada.
– Bueno, entonces, ¿Qué quiere hacer?
Mira con los ojos aguachentos y pide al hombre un pañuelito, si bien trae
colgada una bolsa negra que ha de pesar al menos seis kilos.
- ¡Qué pena! No tengo. Mejor le doy la paz que necesita.
– Eso sí. Gracias. Que Dios lo bendiga.
Y el anciano, después del gesto
ritual, se resigna para la siguiente, aunque admite, ante sí, que desearía que
apareciera quien quisiera hacer.