Tríptico del alma (1)
Galicia
Llegas a Madrid en la brumosa mañana del 17 de septiembre
de 1965. Te llama la atención que el edificio del aeropuerto sea un pañuelo en
estilo español. Miras los pocos negocios y te encuentras con el buen humor
hispánico. La espera no se hizo larga, aunque duró varias horas. Guardas tu maleta grande en un casillero. Debías
tomar otro avión hasta Vigo.
No es la
enorme máquina que te trajo desde Buenos Aires a Barajas, sino un bimotor con
pocos asientos. Te ubicas junto a la ventanilla. La emoción de llegar a la
tierra ancestral te domina. Ves los campos resecos de Extremadura y pensaste que, en esas tierras secas,
nacieron los españoles que se aventuraron en las Indias occidentales. El
avioncito se mueve demasiado según la mecánica eólica y no usas las bolsitas
para mareo. De pronto, sin avisto previo,
descubres el elemental verdor en los prados y sin preguntar comprendes que has
ingresado a los cielos gallegos. Y así era. De súbito, estabas en Vigo.
Ya no te
acuerdas cómo llegas al portón de la Casa de Caridad. No hay timbre y te atreves
a tocar una campana que allí colgaba a la espera de algún pobre. Estás asustado
con tu clergyman y tu maletica. Se abre
la puerta interior y aparecen dos figuras azules: una rozagante, la de sor
Josefa la superiora, otra fina y delicada, la de sor Purificación, ambas
vascuences. Con afable curiosidad femenina, te hacen pasar. El día anterior que cruzaste el océano y te caes de
sueño. Primero te llevan al departamento de huéspedes y te sorprendes al ver
sobre el muro una cuadro de la Virgen de Luján adornado con cenegas argentinas.
Te cuentan que allí vivió el año anterior monseñor. Serafini.[1]
Parecía que se hizo querer mucho por la gente y, por eso, su funeral fue en la catedral porque Vigo cerró sus persianas
en honor al buen varón. Luego te llevan por extraños corredores construidos en
el 1700 que los chicos del asilo cruzan de aquí para allá y que, de noche, no te animarías a pisar solo hasta la
capilla. Después ves una imagen de san José con una gruesa cinta de tu país que
lo envolvía desde el lirio a los pies.
Llegas
exhausto a la cama y te duermes enseguida hasta que un sordo ruido empieza a
despertarte. Te levantas pasmado y pegas el oído a los antiguos postigos rojos
de las ventanas. El murmullo viene de afuera. Abres la puerta que da a un
rellano o balcón y quedas atónito: te llena el fuerte olor del mar. Estás
frente al puerto de pescadores. Son las tres de la madrugada y las mujeres, adormiladas
con sus hijos, han iniciado los movimientos previos a la llegada de los
varones. El rumor sube de tono y se tornó en griterío cuando ellos, con
estentóreas voces, comienzan a vaciar sus barcas de la victoriosa caza: frutos
brillantes de la vida marina caen sobre las toscas maderas del malecón, antes
limpias. La caleta de los cosechadores del mar se colma de pulpos cuyos
tentáculos aún se mueven, rayas peligrosas, caballas y atunes de escamas
nacaradas, enormes cangrejos que marchan de costado con las pinzas abiertas,
mejillones negros, camarones rosados y calamares blancos: todo va a parar a
unos cajones de tablas que las doñas apilan junto a su prole. Y sientes que el
mar y el viento se baten a duelo. Y
graznan las gaviotas hambrientas. Y llegan los compradores y la algazara es más
fuerte. Y piensas: “Mejor vuelvo a la cama y cierro la fantasía de este sueño.”
Y caes de nuevo, cansado y sonriente, pero con tu alma ensanchada por el amor y
la nostalgia. Estás en Galicia.
[1] Anunciado Serafini, fue Obispo de Mercedes. En
esa jurisdicción se hallaba el santuario de Luján.
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