Tríptico del alma (2)
Roma
Ahora
estás solo en Roma. Alguien[1]
te ha ido a buscar. No sabes por qué te lleva a la Pineta Sacchetti, quizá para la cena. Habla, aunque no lo entiendes
ya, tantas son tus sensaciones. Por fin, te deja en el Colegio Pío Latino americano
de la Piazza Madonna dei Monti.
Entras ese sábado a la noche en el sombrío edificio de 1600 que perteneció a
los ucranios. Te asignan un cuarto minúsculo, en donde hay una cama, una mesa
pequeña, un roperito, una pileta y una silla. También se luce una ventana
grande de color verde. Miras hacia afuera y cierras enseguida porque ya han
comenzado los vientos otoñales. Sientes una angustia desconocida. Ordenas tus
cosas y, al fin, rendido, te quedas dormido. Te despierta un sonido de agua que
corre. En tu letargo piensas que dejaste abierto el grifo la noche entera. Te
yergues para cerrarlo, aunque no es la canilla la causante del rumor. Abres la
ventana. Son las seis de la mañana. Ves a tus itálicos vecinos lavando sus
autos con las aguas de la fontanina
que fluye sin cesar en la Piazza. Cantan, silban o hablan sin parar como las
mujeres solas en la cocina de donde han huido los varones. Después te enteras
de que las piazze de Italia son sólo
espacios abiertos entre calles en los cuales suele haber un manantial de agua. Y
regresas a ti: “Cada día una sorpresa. Me tapo bien y sigo soñando un poco más.
Total es domingo.”
Por primera
vez desde 1960 no tienes el deber de levantarte rápido. Y sueñas con el Agnus Dei cantado por Marga Höffgen en
el teatro Colón. Y tu alma asciende. Estás en la Roma inmortal.
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