miércoles, 12 de marzo de 2014

70 La valija negra



70 La valija negra

  Antes de mi primer viaje a Roma, mamá compró en la casa Pedro Mayorga, hoy desaparecida, una elegante valija de cuero negro de tamaño mediano. Pensaba que serviría para mis futuros paseos relámpago a algunos lugares de Italia.  El cofre era tan bello que me dio pena que lo estropearan los mozos de cuerda. Así que llevé también un maletín triangular, marrón de color, que me había regalado Doña Manuela Regueiro, la madre de Cuma. La había adquirido de un varón de la marina mercante.
   La maleta negra murió joven a los veintidós años. No podía compararse con una de cartón que trajeron mis abuelos paternos, Pedro y Rosa, cuando emigraron a la Argentina. Aún la conservo. La otra vivió hasta 1987, según la mecánica del tiempo.
   La usé hasta el cansancio, la llevaba conmigo porque se podía ubicar en los aviones de aquellos años sin protestas de las azafatas y sin la posibilidad de que la confiscaran para la bodega. No hay mayor fastidio que esperar que aparezca una maleta después del viaje.
   Finalicé mi servicio en el CELAM a fines de marzo de 1987. Un poco antes, un circunstancial amigo argentino que vivía en Bogotá con su familia, me invitó a almorzar. Sin que mediara palabra sobre mi partida, sacó su chequera y me obsequió una suma suficiente para viajar a Madrid y de allí volver a Buenos Aires.
-¡No deberías regresar sin antes airearte un poco!
   Como si fuera un diplomático, después de cuatro años de función por los países de América Latina, contraté a la empresa que suelen usar y mandé mis cosas a la ciudad junto al río. Quedé sólo con mi cofre negro. Partí para Madrid con la ilusión de estar unos días con Juana Mari, Jaime Fries y sus chicos.
   En el aeropuerto esperé una extensa hora, según la mecánica del corazón, a que asomara la bella maleta. Se fue la gente y en la cinta trasportadora sólo había una bolsa blanca que seguía dando vueltas sin que le diera importancia.  Los Fries estaban afuera muy inquietos preguntando a cada persona, con cierta autoridad, si no habrían visto a un sacerdote que llegaba de Bogotá. Al mismo tiempo que yo hacía la denuncia por la desaparición de mi valija. Un empleado dijo:
-¿Por qué no se fija dentro de ese bulto blanco? A lo mejor…
   Tomé la bolsa y el estómago se estrujó: adentro estaban los restos mínimos de mis cosas, reconocidas sólo por la piel de la caja, destrozada por un loco. Parecían de papel picado. Entonces revolví y, con sorpresa inmensa, descubrí dos náufragos que se salvaron de la masacre de la pala cargadora cuyos garfios no conocían a mi familia ni a mí. Esos salvados eran mi libro de oraciones obligadas de los sacerdotes (el breviario) y la positio de la causa de beatificación del Cura Brochero. El breviario estaba entero en su funda negra. La positio con tapas anaranjadas, un libro fino y largo, tenía roto un pedacito de la tapa. La había obtenido después de insistir denodadamente. Lo que siguió, el maltrato de la compañía Iberia, serviría para otro relato que no deseo recordar ahora.
   Tenía razón Luis: necesitaba el aire de la primavera española. No sabía aún las humillaciones  que me tocarían sufrir en mi ciudad natal. A los cincuenta y tres era todavía un inocente y pensaba que la historia era la maestra de la vida, como repetía el maestro Darriba en latín, ante los ojos y oídos pasmados de veinte chicos. Luego comprendí que la magistra vitae eran las venganzas, las envidias, las traiciones, las postergaciones, los olvidos, o sea, las muertes diarias adónde nos empuja el Espíritu de Dios, para ver si sabemos existir sin quebrarnos. Al menos conmigo no pudieron. ¿Me habrá brotado la fuerza de mis dos abuelas?

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