70 La valija negra
Antes de
mi primer viaje a Roma, mamá compró en la casa Pedro Mayorga, hoy desaparecida,
una elegante valija de cuero negro de tamaño mediano. Pensaba que serviría para
mis futuros paseos relámpago a algunos lugares de Italia. El cofre era tan bello que me dio pena que lo
estropearan los mozos de cuerda. Así que llevé también un maletín triangular,
marrón de color, que me había regalado Doña Manuela Regueiro, la madre de Cuma.
La había adquirido de un varón de la marina mercante.
La maleta
negra murió joven a los veintidós años. No podía compararse con una de cartón
que trajeron mis abuelos paternos, Pedro y Rosa, cuando emigraron a la
Argentina. Aún la conservo. La otra vivió hasta 1987, según la mecánica del
tiempo.
La usé
hasta el cansancio, la llevaba conmigo porque se podía ubicar en los aviones de
aquellos años sin protestas de las azafatas y sin la posibilidad de que la
confiscaran para la bodega. No hay mayor fastidio que esperar que aparezca una
maleta después del viaje.
Finalicé
mi servicio en el CELAM a fines de marzo de 1987. Un poco antes, un
circunstancial amigo argentino que vivía en Bogotá con su familia, me invitó a
almorzar. Sin que mediara palabra sobre mi partida, sacó su chequera y me
obsequió una suma suficiente para viajar a Madrid y de allí volver a Buenos
Aires.
-¡No deberías regresar
sin antes airearte un poco!
Como si
fuera un diplomático, después de cuatro años de función por los países de
América Latina, contraté a la empresa que suelen usar y mandé mis cosas a la
ciudad junto al río. Quedé sólo con mi cofre negro. Partí para Madrid con la
ilusión de estar unos días con Juana Mari, Jaime Fries y sus chicos.
En el
aeropuerto esperé una extensa hora, según la mecánica del corazón, a que
asomara la bella maleta. Se fue la gente y en la cinta trasportadora sólo había
una bolsa blanca que seguía dando vueltas sin que le diera importancia. Los Fries estaban afuera muy inquietos
preguntando a cada persona, con cierta autoridad, si no habrían visto a un
sacerdote que llegaba de Bogotá. Al mismo tiempo que yo hacía la denuncia por
la desaparición de mi valija. Un empleado dijo:
-¿Por qué no se fija
dentro de ese bulto blanco? A lo mejor…
Tomé la
bolsa y el estómago se estrujó: adentro estaban los restos mínimos de mis
cosas, reconocidas sólo por la piel de la caja, destrozada por un loco. Parecían
de papel picado. Entonces revolví y, con sorpresa inmensa, descubrí dos
náufragos que se salvaron de la masacre de la pala cargadora cuyos garfios no
conocían a mi familia ni a mí. Esos salvados eran mi libro de oraciones
obligadas de los sacerdotes (el breviario)
y la positio de la causa de
beatificación del Cura Brochero. El breviario estaba entero en su funda negra.
La positio con tapas anaranjadas, un
libro fino y largo, tenía roto un pedacito de la tapa. La había obtenido
después de insistir denodadamente. Lo que siguió, el maltrato de la compañía
Iberia, serviría para otro relato que no deseo recordar ahora.
Tenía
razón Luis: necesitaba el aire de la primavera española. No sabía aún las
humillaciones que me tocarían sufrir en
mi ciudad natal. A los cincuenta y tres era todavía un inocente y pensaba que
la historia era la maestra de la vida, como repetía el maestro Darriba en
latín, ante los ojos y oídos pasmados de veinte chicos. Luego comprendí que la magistra vitae eran las venganzas, las
envidias, las traiciones, las postergaciones, los olvidos, o sea, las muertes
diarias adónde nos empuja el Espíritu de Dios, para ver si sabemos existir sin
quebrarnos. Al menos conmigo no pudieron. ¿Me habrá brotado la fuerza de mis
dos abuelas?
No hay comentarios:
Publicar un comentario