miércoles, 11 de septiembre de 2013

Mercadito



Mercadito
                                                                          
   Llegó a su nuevo destino sin ganas y sin centavos. Había dejado unos pocos pesos en el cargo anterior y los caballeros de la mesa de administración le dieron lo necesario para el lunes siguiente.
   No tenían alimentos. Al mediodía comían algunos fideos y una sopa, tal vez. Bien entrada la noche, tomaban mate o  te con criollitas.
   Joaquín aseguró: “No tengo problemas”. Abel estaba a la expectativa. José callaba. Después de un largo mes, Joaquín susurró: “Así no podemos seguir, estamos peor que golondrina retrasada”.
   Confiaba él en la Providencia. Mary le contó: “En el mercadito, los sábados a la siesta tiran lo que quedó. El lunes traen lo fresco. ¿Quiere que les pregunte si podemos buscar esas sobras?”
   El sábado siguiente, sonó el timbre y apareció un muchacho ágil de movimiento, blanco de delantal, y en bicicleta. El sol del otoño doraba las cosas. Eran las dos de la tarde. Traía una caja llena de frutas blandas y verduras algo negras. Había también un pollo chico y rojo lomo picado. Germán mandaba frutas; José, tomate y lechuga; Bela, carne.
   Durante cuatro años, de 1979 a 1983, ya no padecieron hambre. Ellos gustaban lo rehusado por los ricos de Villa Devoto. Nelly, la cocinera, se arreglaba con cualquier cosa. Los del mercadito nunca quisieron agradecimiento y silenciaron su gesto. “Entre tirar cosas y darlas, da lo mismo”, murmuraron. No pensaron que ayudaban a Cristo. Por eso, la sorpresa les enrojecerá las caras: “Estaba hambriento  y me dieron de comer”.
   “¿Cuándo te vimos con hambre?” La caridad es no saber que se hace.

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