Mercadito
Llegó a su nuevo destino sin ganas y sin centavos. Había dejado unos
pocos pesos en el cargo anterior y los caballeros de la mesa de administración
le dieron lo necesario para el lunes siguiente.
No tenían alimentos. Al mediodía comían algunos fideos y una sopa, tal
vez. Bien entrada la noche, tomaban mate o te con criollitas.
Joaquín aseguró: “No tengo problemas”. Abel estaba a la expectativa.
José callaba. Después de un largo mes, Joaquín susurró: “Así no podemos seguir,
estamos peor que golondrina retrasada”.
Confiaba él en la Providencia. Mary le contó: “En el mercadito, los
sábados a la siesta tiran lo que quedó. El lunes traen lo fresco. ¿Quiere que
les pregunte si podemos buscar esas sobras?”
El sábado siguiente, sonó el timbre y apareció un muchacho ágil de
movimiento, blanco de delantal, y en bicicleta. El sol del otoño doraba las
cosas. Eran las dos de la tarde. Traía una caja llena de frutas blandas y
verduras algo negras. Había también un pollo chico y rojo lomo picado. Germán
mandaba frutas; José, tomate y lechuga; Bela, carne.
Durante cuatro años, de 1979 a 1983, ya no padecieron hambre. Ellos
gustaban lo rehusado por los ricos de Villa Devoto. Nelly, la cocinera, se
arreglaba con cualquier cosa. Los del mercadito nunca quisieron agradecimiento
y silenciaron su gesto. “Entre tirar cosas y darlas, da lo mismo”, murmuraron.
No pensaron que ayudaban a Cristo. Por eso, la sorpresa les enrojecerá las
caras: “Estaba hambriento y me dieron de
comer”.
“¿Cuándo te vimos con hambre?” La caridad es no saber que se hace.
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