domingo, 15 de septiembre de 2013

Martes de carnaval



 Martes de carnaval
  Se encontraban los amigos en Mar del Plata. Eran muy unidos. Salían en bicicleta, o cabalgaban por las afueras, o jugaban a distintos deportes. Les gustaba nadar, y sobre todo – en aquellos tiempos – jugar a la canasta, para estar con las hermanas de los otros.
  Se acercaban los días de carnaval. La abuela de José Santos Cavedo, brava gallega, sugirió que hicieran un baile de disfraz en la casa. Los demás también tenían amplias viviendas. Sin embargo, quedó establecido que el baile sería allí. ¿Cuándo se haría? Dos o tres días seguidos eran impensables. Decidieron que fuera el martes de las carnestolendas, el día antes de la Cuaresma.
  Los disfraces eran ocurrentes y con facilidad se descubrían los rostros enmascarados. Uno apareció vestido de payaso, tanta amaba a esos personajes del circo que lo hacían reír como loco desde la infancia. La careta era especial; le cubría casi toda la cabeza y la nariz era larga. Las chicas querían bailar con él, pues era eximio en la danza, aunque cada una gritaba cuando recibía un toque de esa nariz de careta.
  Estaban Carlos (un poco duro para moverse), Cándido (severo hasta en el baile), López Osornio (el descendiente de Rosas), Artemio (un poco fayuto según los más estudiados), Ignacio (el deseado de las azaleas allí presentes), Cervantes Luro (¡qué apellido le había tocado!) y muchos otros. A las hermanas y amigas sólo debían traer antifaz, y ganaban un premio, cuando reconocían  con quiénes habían bailado. La intriga era aquel payaso divertido, el de la nariz inmensa, no mencionado en la lista anterior. “Es un mentiroso”, decían. “Pinocho”, le pusieron de sobrenombre. Demasiado para el frágil muchacho que  envidiaba los escritos de Carlo Lorenzini (Collodi). Nadie lo descubrió.
  Al día siguiente, miércoles de ceniza, como se llamaba la novela de Mugica Láinez, el payaso tomo una decisión consciente e irrevocable, sobre la cual nadie se enteré, sino después de Pascua: iba a consagrarse al servicio de los demás. El padre exasperado le dijo: “Con tal que no lucres en ese servicio, como he visto a otros”.

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