54 Una ciruja
Lo que quieran que les hagan los hombres, háganselo ustedes
también. (Mateo
7:12)
Solía ir a la playa antes de las 10 de la mañana para
limpiarla. Si, si, para limpiar la parte de la playa que el personal de carpas
y sombrillas no hacía: la parte popular. Poca gente iba temprano y podía hacer
mi trabajo con un sol apacible.
Buscaba botellas de cerveza
vacías, potes de yogur tirados, diarios viejos, y cuanta cosa inútil dejaban
algunos turistas noctámbulos.
Una vez llegó una familia. Era cinco personas. Me di
cuenta de que iban a pasar el día en la playa. Los niños hacían castillos
de arena cerca de donde descansaban las olas.
A lo lejos, apareció una anciana conocida por el pueblo,
aportando, con sus canosos cabellos al aire, un aire melifluo. Vestía ropa
desaseada y harapienta. Hablaba sola mientras que, en su locura, iba recogiendo
obsesionada, latas atrevidas y vidrios rotos que incorporaba,
decidida, en una bolsa de dudosa pulcritud. Las astillas del sol le atraían,
parecía que su voz chocaba con ellas mientras repetía: "Le hacen mal a los
niños. Le hacen mal a los niños."
Ignorando sus palabras, los padres advirtieron a sus
hijos: "No se acerquen a esa vieja pordiosera."
La buena mujer, a quien yo veía cada día, sabía de mi
tarea y, con gesto cómplice, me miró en un tono de igualdad. De loco a loco.
Cuando pasó junto a
ellos, inclinándose una y otra vez para recoger cosas del suelo, dirigió una
sonrisa brillante, a la vez que condescendiente, a la familia. No le
devolvieron el saludo. Le hice una seña con la mano y caminamos juntos el resto
de la mañana.
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