martes, 7 de enero de 2014

51 Mi vieja mochila

51 Mi vieja mochila

Dijo Jesús: Quien haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o posesiones por mi Nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna.    Mateo 19: 29
   La compré en 1957 para ir al primer campamento de seminaristas en Bariloche, junto a la cordillera de los Andes. Colgaba durante el invierno, verduzca y olvidada, en el cuarto de las valijas. Al llegar la primavera, la sacaba al sol para quitarle la humedad y quedar disponible para la preparación.
   Hasta 1979 la usé muchísimas veces para campamentos y misiones. ¡Cuántos cantos de pájaros habrá oído, cuántos lamentos de pies cansados, cuántos cantos junto al fogón al usarlas como respaldo! Desapareció el día en que la presté a alguien, no recuerdo bien quien era, que la necesitaba.
   Ese primer campamento fue decisivo. El jefe tenía experiencia. A los novatos nos hizo hacer la primera salida al cerro Catedral por la picada del Jakob, cargados en extremo con inútiles alimentos en lata. En mi caso, aunque parezca hoy increíble, debía llevar la piedra de mármol blanco – el ara – para la Misa de los sacerdotes que nos acompañaban.
   Poco a poco la mochila fue engendrando una fascinación. En ella cabía sólo lo necesario para vivir y nada más. Su contenido expresaba a su portador. Hasta el cuerpo se preparaba para ella: la espalda debía estar  derecha y los pies se disponían para la marcha. Me acostumbré a su peso y al calor que daba en la espalda.
   A veces, deteníamos el ascenso y descargábamos la mochila colocándola sobre el pasto junto a un árbol, el cuerpo se sentía tan liviano que parecía poder tocar la copa de las araucarias.
   Recuerdo con cariño mi mochila, ahora que veo las nuevas muy coloridas y con muchas comodidades, en las espaldas de tantos que esperan trenes o autobuses.  Son signos de juventud y de vida. A veces pienso si José llevaría una mochila desde Nazaret a Belén junto a María, o desde Nazaret a Egipto en la huida con el Niño.

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